Repostaje

  Con crocs y enfundada en su bata blanca; así se acercaba con premura a la modesta máquina expendedora que se erguía junto a los ascensores. Le tocaba trabajar precisamente esa noche, pero ¡qué se le iba a hacer! Otros ni las uvas, oye. Buscó las galletas y llegó a teclear el primer dígito, pero rectificó rápidamente al comprobar que llevaban virutas de chocolate. Esas no, se lo había prohibido expresamente. Chasqueó la lengua y buscó otras de las normales, «las de toda la vida». ¡Bingo!, exclamó en un suspiro cuando las halló en un envoltorio rojo. Ponían algo de Digestive, pero daba lo mismo, sobre eso no había mencionado nada. Se ruborizó cuando descubrió a un celador observándola con extrañeza, pero no se demoró en recoger el paquete y dirigirse de vuelta a la 148.
  —Hala, aquí tiene.
  —¡Dios te lo pague! ¿Miraste que no fueran de…?
  —Sí, sí, sin chocolate. Pero ¿por qué…?
  —Yo qué sé, hija, siempre se dijo lo mismo de los perros, pues será igual, ¿no?
  —Esto… ¿Y agua necesita?
  —Ya conseguí un cuenco, no hace falta. Muchas gracias, de verdad, Dios te lo pague. Dime cuánto te costó, anda.
  —De eso no se preocupe, ahora descanse.
  —Dios te lo pague.
  La emisaria desapareció marchando sobre el suelo de terrazo y cerró la puerta tras de sí. No tardó la otra en abrir las galletas y desplegar cuidadosamente una arrugada servilleta bajo el pequeño árbol de Navidad que el personal había tenido la diligencia de colocar para dar ambiente navideño al cuarto, todo el que podía tener un hospital. Con manos temblorosas pero con sumo esmero, depositó sobre ella las cinco pastas y las acompañó con un bol de agua, por si les entraba la sed. Volvió a la cama y se entretuvo doblando el envoltorio vacío hasta reducirlo a un único rectángulo hiperplegado mientras pensaba con qué la obsequiarían Sus Majestades de Oriente esa noche. Cómo iban a quedar los reyes y sus camellos con hambre, ¡habráse visto! Se quitó las gafas y, acosada esporádicamente por la tos y ásperos escalofríos, logró conciliar el sueño como le había enseñado su padre y a este su abuelo, imaginando el hipnótico sonido hueco de las pisadas de los camellos, cloc, cloc, cloc…

***

Con este relato participo en el concurso de #cuentosdeNavidad de Zenda de 2021. Felices fiestas.


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