Ya era hora

Aquella tarde era idónea para echar la vista atrás.

Para sufrir un rato, en realidad. Para sumergirse en un amargo lienzo de frustración y angustia y emerger hiperventilando como un buzo novato. A veces encontraba entre esa abigarrada acuarela de recuerdos alguna nota dulce de la muy lejana infancia, los más prestigiosos internados suizos, su don de lenguas, los elogios de profesores asombrados por sus dotes intelectuales y, muy por encima de todo eso, la primera visita al teatro que la cautivó y selló su destino.

Agitada, tomó aire y trató de incorporarse, pero terminó desistiendo. Ir de una butaca a otra no bastaría para frenar el goteo de recuerdos que desfilaban, impasibles, como las tropas alemanas a las que en otros tiempos luchó por vencer, desde la retaguardia, empleando su envidiable físico para vender bonos de guerra, ya que sus conocimientos de ingeniera no eran tan útiles, o eso le dijeron. Suspiró mientras apartaba una pesada cortina con estampado floral. En la casa de enfrente, bañada por los últimos rayos del ocaso en aquel retiro de la Florida, ondeaba la bandera estrellada del país que había sido su hogar desde que se embarcó huyendo de su primer marido.

Entornó la mirada verdosa al recordar cómo este último destinó en vano su fortuna a erradicar del planeta cada cinta de la película que había sufrido las flechas de la censura, en la que ella exhibía su figura desnuda al completo: Éxtasis. Esbozó una peculiar curva en sus labios al reparar en que difícilmente podría resultar escandaloso ese largometraje ya sesenta y cuatro años después, en lo irrisorio de plantearse que hoy un orgasmo femenino en pantalla pudiera desatar la reacción de entonces. Pero alguien tuvo que ser la primera en representarlo cuando se estrenó en 1933.

Su gesto cambió de nuevo al pensar en las consecuencias de ese papel, que encendió el más hiriente veneno en su esposo. Recordó las horas confinada en el castillo, el olor del tabaco de los altos mandos fascistas que venían de visita. Cómo su autodidactismo y voraz pasión por la tecnología la salvaron del más absoluto hastío. La adrenalina al drogar a la sirvienta y escapar. La persecución hasta esfumarse de Austria y Europa, el primer contrato en el Nuevo Mundo con la Metro-Goldwyn-Mayer para volver a la gran pantalla. Cómo la conocían como «la mujer más hermosa».

—La más bella…

Inconscientemente acarició sus mejillas y la sacudió un breve escalofrío al sentir las arrugas que surcaban la superficie antaño tersa. Su belleza pudo haberle abierto muchas puertas en el séptimo arte, pero aún temblaba cuando pensaba en el precio de su físico.

—«Hedy Lamarr, actriz e inventora» —murmuró para sí.

¡Qué grotesca forma de presentarse! La palabra «inventora» de por sí ya parecía risible. Pero si estas pasiones contradictorias daban lugar a serios problemas de credibilidad, su otrora físico era la gota que colmaba el vaso. La doble vida a caballo entre el plató y el laboratorio se antojaba propia de una historia de ficción. A veces ella misma sentía que haberla vivido no le bastaba para creerla.

Casi instintivamente, Hedy se volvió hacia el piano azabache del fondo y sintió el impulso de deslizar sus manos sobre el marfil. De sentir las melodías que tan joven la elevaron —junto con su gran amigo George Antheil— a otra clase de éxtasis: de abstracción. Un momento mágico en el que conjugó sus conocimientos de física con una intuición de origen incierto, una idea feliz que brotó caprichosamente hasta concebir un sistema de salto de frecuencia que, no obstante, la Armada consideró poco más que un chiste para combatir el nazismo al que poderosamente detestaba. Y aun así, jamás olvidaría la satisfacción de haber resuelto ese rompecabezas, de hallar la novedad entre tantas piezas a priori inconexas.

Cincuenta y cinco años habían pasado desde que lo patentaron. Cinco décadas agridulces: dulces primero, tras fundar su propia productora; agrias después, conforme se extinguía la llama del éxito, se retiraba y paulatinamente reptaba hacia la sombra, un páramo de profunda decadencia y olvido. Los últimos coletazos fueron escuetas entrevistas donde los incombustibles comentarios sobre su físico aún eclipsaban su exuberancia intelectual. Hasta entonces.

Miró la hora y tomó el teléfono, marcando el número que mejor conocía. En cuanto descolgaron, desapareció el mohín apagado de su rostro y preguntó:

—¿Qué tal ha ido?

—¡Si todavía voy por la mitad!

Escuchó de fondo las risas del público, se sonrojó y colgó tras disculparse. Su hijo recogía por ella el primer premio que cincuenta y cinco años más tarde la reconocía como inventora pionera y ella se lo pagaba interrumpiéndole el discurso. Qué torpe, pensó. Hacía no tanto que su vástago le anunciaba que su trabajo era al fin visto como una absoluta genialidad, el latido de la tecnología del siglo XXI —la piedra angular del wifi, el bluetooth, nuevos satélites, el GPS— que ella no podría disfrutar con plenitud. Su hijo relataba en ese momento al público lo que exclamó Hedy Lamarr, actriz e inventora, tras transmitirle la noticia:

—¡Ya era hora!

***

El relato está basado en la vida de Hedy Lamarr, actriz e inventora (1914-2000). Participo con él en el concurso #Historiasdepioneras organizado por Zenda.

Hedy Lamarr (Wikimedia Commons).


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